lunes, 26 de noviembre de 2012

Ya no hubo un encuentro más.

Las estaciones de tren siempre traen bienvenidas y despedidas. Reencuentros y partidas. Pero esta vez no se trata ni tan siquiera de un hasta pronto, fue y es un adiós. Sin saberlo su final estaba sellado en ese último beso, en esa última sonrisa, en esa puerta de tren que se cerraba a su espalda. En esa vía que marcó la distancia y el final.
Quién les iba a decir que jamás volverían a mirarse con los mismos ojos, ilusos ilusionados. Él en el tren, ella en la estación.
Brillaba el sol en aquel espléndido día de verano. Y contemplando los trenes que llegaban esperaba en el andén, como de costumbre, ansiosa y nerviosa, pobre desgraciada. Una larga espera que concluía en un cálido abrazo, en un último reencuentro. Se perdieron por las calles, pero qué poco les importaba caminar bajo ese sol cegador. Y qué simple y sencillo les resultaba estar tumbados en el césped, perdidos en el tiempo, sin tan siquiera sospechar lo que se avecinaba allá, no demasiado lejos. Qué curioso es el tiempo, cómo juega con nosotros convirtiendo las horas en minutos fugaces y los minutos en horas eternas. Efímero cuando más queremos que perdure.
Cuán horrible es la palabra adiós y cuán más es tener que decirla. Adiós implica final, ¿no da miedo? "Nos veremos pronto", pero no volvieron a verse igual. Sentenciados en ese último contacto, en ese último guiño de ojos. Ni siquiera esperó a que el tren cerrará definitivamente sus puertas, ni siquiera contempló como se alejaba. Se giró y caminó por el andén sin volver ni un segundo la vista atrás, tal vez debió haberlo hecho.
No ha vuelto a caminar por esa estación, aunque sin duda volverá a hacerlo. Manchando de esta manera el recuerdo impoluto de una una bienvenida, de un día por la ciudad, de una inocente despedida.

viernes, 23 de noviembre de 2012

Y la luna de repente nos habló.

Las farolas le roban el protagonismo a la luz de la luna, quedando ignorada allá arriba. Menospreciada y abandonada. Indefensa y solitaria. Ella, que guarda todos nuestros secretos, nos observa y nos protege, ¿cómo hemos podido olvidarla? Que nos deja contemplarla sin causarnos daño, y nosotros hemos dejado de mirarla.
Blanca, inmensa, radiante, llena, nueva. A veces creciente y otras menguante. Testigo de nuestros pasos furtivos, de nuestros solitarios caminos o nuestras desenfrenadas pasiones. Fiel aliada. Y qué más da si es Londres, Buenos Aires o México, en todos esos cielos brilla igual nuestra luna llena. Ella nunca se apaga, su luz siempre nos guarda.






miércoles, 21 de noviembre de 2012

Lo habitual, lo normal, ser ciudad.

5 de Abril de 2021.
Me desperté exhausta del sueño, aún aturdida y sin saber exactamente dónde estaba. Sólo había sido un sueño, un mal sueño.
Cinco minutos más tarde sonó la alarma, la seis menos cuarto de la mañana. Lunes, vuelta a la vida rutinaria. Tras tomar mi café de todas la mañanas y darme una rápida ducha de agua fría terminé de empaquetar las últimas cajas. El camión no llegaría hasta las doce, aún tenía tiempo de sobra de hacer los últimos recados: dejar las cajas y el equipaje en la portería, devolverle la copia de las llaves a la casera y pasar por la editorial para recoger mis pertenencias.
El Metro de Madrid a esas horas de la mañana es un auténtico agobio, esto sería algo que no iba a echar de menos. De repente el moderno tren se detuvo y la voz de una máquina sonó entrecortada por los anticuados altavoces. Había una avería, es lo que tienen las nuevas tecnologías, a veces fallan. Cuarenta minutos de espera, aproximadamente, teníamos por delante hasta que el problema fuera solucionado. Justo hoy. La gente comenzó a quejarse a la nada y a nadie. Estresados y enfadados, con malas caras, con ojeras, con prisa, siempre con prisa. Sin tiempo para respirar. Esa era una de las razones por las que quería salir de esta ciudad. Madrid tiene mil encantos, pero yo no estaba hecha para ella.
Me encontraba esa mañana, sorprendentemente, sentada, lo cual me permitía un poco más de espacio. A mi lado se encontraba un anciano sonriente, creo que era la única persona en todo el vagón que no farfullaba cosas sin sentido, y aún mantenía una expresión agradable. Intercambiamos una mirada y me sonrió mostrándome su imperfecta dentadura. El anciano curioso parecía que tenía ganas de entablar conversación. Se dispuso entonces a presentarse y a preguntarme a qué me dedicaba. Le conté brevemente que tenía dos trabajos: uno en una pequeña librería en la cual todas las tardes de viernes se realizaba un cuentacuentos para los niños pequeños. Pero por desgracias la librería había cerrado hacía un par de días debido a la escasa clientela, por lo visto la gente prefiere los grandes almacenes. También escribía artículos para una revista en una pequeña editorial, pero ni eran buenos y mucho menos bien pagados, así que había decidido dejarlo y abandonar Madrid. Esta ciudad me agobiaba. Al anciano pareció entristecerle mi marcha pues él llegó a la ciudad más o menos con mi edad. Comenzó entonces a contarme su historia, que no sé hasta qué punto se alejaba de la realidad.
Corrían los años ochenta y Madrid se encontraba en un completo cambio. La movida madrileña había inundado las calles, los bares y cafeterías, las universidades, las mentes de los jóvenes. Madrid había renacido tras haber permanecido a la sombra durante años. Ansiosos de libertad y creación la gente joven de los pueblos cercanos a la capital se adentraron en ella en busca de oportunidades.
Nicolás, con sus veintitrés años recién cumplidos, su vieja guitarra, su maravillosa voz y su espíritu de artista decidió partir de su pequeño pueblo, y dejar su negocio familiar. Se matriculó en una escuela de música y arte gracias a los ahorros que había obtenido con su trabajo en la pastelería. Su vida parecía la de un bohemio francés en aquel pequeñísimo apartamento que se hallaba en la calle de Huertas. Reconoce que sus primeros días fueron duros, y pensó en volverse a casa en más de una ocasión. La vida en la ciudad no resultaba tan fácil y maravillosa como esperaba. Cuando llegas sin prácticamente nada a una inmensa ciudad te sientes insignificante. No conocía a nadie, tan sólo intercambiaba unas cuantas palabras con algunos compañeros de la academia. No tenía trabajo, y la búsqueda de éste le estaba resultando agotadora. En uno de sus paseos al atardecer, mientras recorría la Cuesta de Moyano decidió entrar en El Retiro. Cargaba con su vieja guitarra, así que se sentó y comenzó a tocar. Cuando quiso darse cuenta había gente a su alrededor escuchándole, y al finalizar la canción varios viandantes depositaron unas cuantas pesetas a su lado. Nicolás aún estaba algo perplejo, pero acaba de encontrar la manera de sacar algo de dinero. Se convirtió en algo casi rutinario, incluso había convencido a un compañero de la academia, que tocaba el acordeón, para que lo acompañara. Pasaron los meses y habían conseguido una violinista y un pianista. Nicolás, Gerard, el del acordeón, Bárbara, la violinista, y Aguntín, el pianista. Cierto es que éste último les dificultó el normal desarrollo de sus actuaciones, pues sólo cuando tenían la furgoneta podían trasladar el pesado piano hasta el parque. Fueron unas semanas espléndidas. Algunas cafeterías les habían abierto las puertas para que interpretaran sus composiciones, las cuales eran bien recibidas por el público. Se atrevieron incluso a grabar una maqueta. La banda integraba nuevos músicos, mientras otros se marchaban, tan sólo Nicolás y Gerard permanecieron hasta la absoluta disolución de ésta.
Entre actuación y actuación pasaron casi dos años. Dos años en los cuales los músicos habían recorrido todas las calles de Madrid disfrutando de su belleza, se movían por la oscuridad de la noche en busca inspiración. Pero, como todo, las cosas cambian, y cada uno de ellos fue encontrando nuevas oportunidades en esa gigantesca ciudad. La vida del músico no es estable ni sencilla, por lo que fueron buscando una estabilidad mayor poco a poco, suponiendo la separación de la banda. Nicolás, a veces acompañado por Gerard, siguió tocando en El Retiro. Pero la gente cada vez pasaba más de largo sin hacerles mucho caso. Sin embargo aunque ya han pasado más de cuarenta años y las cosas han cambiado demasiado, Nicolás sigue caminando por El Retiro con su guitarra (la cual llevaba consigo en el metro mientras me contaba su historia).

Antes la gente no tenía prisa, se paraban a escuchar la música de las calles. Se permitían el lujo de quedarse quietos mientras sus oídos se empapaban de notas musicales. Ahora los valientes que siguen tocando por las calles, intentando dar algo de magia a una ciudad que parece dormida y gris en ocasiones, se enfrentan a aquéllos que se quejan del ruido, a los que han dejado de escuchar y sólo oyen sin prestar una mínima atención.
Nicolás era uno de esos valientes. Tal vez ésta era una de las razones por las que me daba lástima dejar Madrid. Intentaba huir de las corbatas y los zapatos, de las prisas y de las horas, del mal humor y de los días grises. Y no me daba cuenta de que huyendo de eso también me alejaba de los pocos que, entre la multitud y las caras inexpresivas, aún seguían sonriendo.
Así que me prometí a mí misma que algún día volvería.