Un juego, al fin y al cabo es sólo un juego de niños. Caprichoso, inestable, donde las trampas están prohibidas, pero todos son capaces de cometerlas para ganar, y si son descubiertos aquellos que las cometieron serán castigados. Un simple juego, inocente en apariencia, pero con un trasfondo a veces doloroso, a veces mezquino. Que nunca quieres que termine, que siempre crees que esa partida ha sido la mejor jugada, que no habrá otra igual.
Donde te sientes libre, confiado, corres, gritas y cantas, es sólo un juego. Un juego donde te muestras tal y como eres, sin miedo. Un juego, como el escondite o la rayuela, quieres llegar a la meta y ganar, y el premio no es más que la satisfacción personal, la felicidad interior. Una felicidad compartida, pues bien es necesario acompañante en este juego.
Como niños nos mostramos, irracionales, salvajes, descontrolados, movidos por los instintos, apartamos la racionalidad y desatamos nuestras cadenas.
¿Capaz o incapaz?