domingo, 2 de diciembre de 2012

Rayuela. Capítulo 92.

Ahora se daba cuenta de que en los momentos más altos del deseo no había sabido meter la cabeza en la cresta de la ola y pasar a través del fragor fabuloso de la sangre. Querer a la Maga había sido como un rito del que ya no se esperaba la iluminación; palabras y actos se habían sucedido con una inventiva monotonía, Una danza de tarántulas sobre un piso lunado, una viscosa y prolongada manipulación de ecos. Y todo el tiempo él había esperado de esa alegre embriaguez algo como un despertar, un ver mejor lo que lo circundaba, ya fueran los papeles pintados de los hoteles o las razones de cualquiera de sus actos, sin querer comprender que limitarse a esperar abolía toda posibilidad real, como si por adelantado se condenara a un presente estrecho y nimio. Había pasado de la Maga a Pola en un solo acto, sin ofender a la Maga ni ofenderse, sin molestarse en acariciar la rosada oreja de Pola con el nombre excitante de la Maga. Fracasar en Pola era la repetición de innúmeros fracasos, un juego que se pierde al final pero que ha sido bello jugar, mientras que de la Maga empezaba a salirse resentido, con una conciencia de sarro y un pucho oliendo a madrugada en un rincón de la boca. Por eso llevó a Pola al mismo sitio hotel de la rue Valette, Encontraron a la misma vieja que los saludó comprensivamente, Qué otra cosa se podía hacer con ese sucio tiempo. Seguía oliendo a blando, a sopa, pero habían limpiado la mancha azul en la alfombra y había sitio para nuevas manchas.
— ¿Por qué aquí? —dijo Pola, sorprendido. Miraba el cobertor amarillo, la pieza apagada y mohosa, la pantalla de flecos rosa colgando en lo alto.
—Aquí, o en otra parte...
—Si es por una cuestión de dinero, no había más que decirlo, querido.
—Si es por una cuestión de asco, no hay más que mandarse mudar, tesoro.
—No me da asco. Es feo, simplemente. A lo mejor...

Le había sonreído, como si tratara de comprender. A lo mejor... Su mano encontró la de Oliveira cuando al mismo tiempo se agachaban para levantar el cobertor. Toda esa tarde él asistió otra vez, una vez más, una de tantas veces más, testigo irónico y conmovido de su propio cuerpo, a las sorpresas, los encantos y las decepciones de la ceremonia. Habituado sin saberlo a los ritmos de la Maga, de pronto un nuevo mar, un diferente oleaje lo arrancaba a los automatismos, lo confrontaba, parecía denunciar oscuramente su soledad enredada de simulacros.Encanto y desencanto de pasar de una boca a otra, de buscar con los ojos cerrados un cuello donde la mano ha dormido recogida, y sentir que la curva es diferente, una base más espesa, un tendón que se crispa brevemente con el esfuerzo de incorporarse para besar o morder. Cada momento de su cuerpo frente a un desencuentro delicioso, tener que alargarse un poco más, o bajar la cabeza para encontrar la boca que antes estaba ahí tan cerca, acariciar una cadera más ceñida, incitar a una réplica y no encontrarla, insistir, distraído, hasta darse cuenta de que todo hay que inventarlo otra vez, que el código no ha sido estatuido, que las claves y las cifras van a nacer de nuevo, serán diferentes, responderán a otra cosa. El peso, el olor, el tono de una risa o de una súplica, los tiempos y las precipitaciones, nada coincide siendo igual, todo nace de nuevo siendo inmortal, el amor juega a inventarse, huye de sí mismo para volver en su espiral sobrecogedora, los senos cantan de otro modo, la boca besa más profundamente o como de lejos, y en un momento donde antes había como cólera y angustia es ahora el juego puro, el retozo increíble, o al revés, a la hora en que antes se caía en el sueno, el balbuceo de dulces cosas tontas, ahora hay una tensión, algo incomunicado pero presente que exige incorporarse, algo como una rabia insaciable. Sólo el placer en su aletazo último es el mismo; antes y después el mundo se ha hecho pedazos y hay que nombrarlo de nuevo, dedo por dedo, labio por labio, sombra por sombra.
La segunda vez fue en la pieza de Pola, en la rue Dauphine. Si algunas frases habían podido darle una idea de lo que iba a encontrar, la realidad fue mucho más allá de lo imaginable. Todo estaba en su lugar y había un lugar para cada cosa. La historia del arte contemporáneo se inscribía módicamente en tarjetas postales: un Klee, un Poliakoff, un Picasso (ya con cierta condescendencia bondadosa), un Manessier y un Fautrier. Clavados artísticamente, con un buen cálculo de distancias. En pequeña escala ni el David de la Signoria molesta. Una botella de pernod y otra de coñac. En la cama un poncho mexicano. Pola tocaba a veces la guitarra, recuerdo de un amor de altiplanicies. En su pieza se parecía a Michèle Morgan, pero era resueltamente morocha. Dos estantes de libros incluían el cuarteto alejandrino de Durreli, muy leído y anotado, traducciones de Dylan Thomas manchadas de rouge, números de Two Cities, Christiane Rochefort, Blondin, Sarraute (sin cortar) y algunas NRF. El resto gravitaba en torno a la cama, donde Pola lloró un rato mientras se acordaba de una amiga suicida (fotos, la página arrancada a un diario íntimo, una flor seca). Después a Oliveira no le pareció extraño que Pola se mostrara perversa, que fuese la primera en abrir el camino a las complacencias, que la noche los encontrara como tirados en una playa donde la arena va cediendo lentamente al agua llena de algas. Fue la primera vez que la llamó Pola París, por jugar, y que a ella le gustó y lo repitió, y le mordió la boca murmurando Pola París, como si asumiera el nombre y quisiera merecerlo, polo de París, París de Pola, la luz verdosa del neón encendiéndose y apagándose contra la cortina de rafia amarilla, Pola París, Pola París, la ciudad desnuda con el sexo acordado a la palpitación de la cortina, Pola París, Pola París, cada vez más suya, senos sin sorpresa, La curva del vientre exactamente recorrida por la caricia, Sin el ligero desconcierto al llegar al límite antes o después, boca ya encontrada y definida, lengua más pequeña y más aguda, saliva más parca, dientes sin filo, labios que se abrían para que él le tocara las encías, entrara y recorriera cada repliegue tibio donde se olía un poco el coñac y el tabaco. 




Julio Cortázar. 

lunes, 26 de noviembre de 2012

Ya no hubo un encuentro más.

Las estaciones de tren siempre traen bienvenidas y despedidas. Reencuentros y partidas. Pero esta vez no se trata ni tan siquiera de un hasta pronto, fue y es un adiós. Sin saberlo su final estaba sellado en ese último beso, en esa última sonrisa, en esa puerta de tren que se cerraba a su espalda. En esa vía que marcó la distancia y el final.
Quién les iba a decir que jamás volverían a mirarse con los mismos ojos, ilusos ilusionados. Él en el tren, ella en la estación.
Brillaba el sol en aquel espléndido día de verano. Y contemplando los trenes que llegaban esperaba en el andén, como de costumbre, ansiosa y nerviosa, pobre desgraciada. Una larga espera que concluía en un cálido abrazo, en un último reencuentro. Se perdieron por las calles, pero qué poco les importaba caminar bajo ese sol cegador. Y qué simple y sencillo les resultaba estar tumbados en el césped, perdidos en el tiempo, sin tan siquiera sospechar lo que se avecinaba allá, no demasiado lejos. Qué curioso es el tiempo, cómo juega con nosotros convirtiendo las horas en minutos fugaces y los minutos en horas eternas. Efímero cuando más queremos que perdure.
Cuán horrible es la palabra adiós y cuán más es tener que decirla. Adiós implica final, ¿no da miedo? "Nos veremos pronto", pero no volvieron a verse igual. Sentenciados en ese último contacto, en ese último guiño de ojos. Ni siquiera esperó a que el tren cerrará definitivamente sus puertas, ni siquiera contempló como se alejaba. Se giró y caminó por el andén sin volver ni un segundo la vista atrás, tal vez debió haberlo hecho.
No ha vuelto a caminar por esa estación, aunque sin duda volverá a hacerlo. Manchando de esta manera el recuerdo impoluto de una una bienvenida, de un día por la ciudad, de una inocente despedida.

viernes, 23 de noviembre de 2012

Y la luna de repente nos habló.

Las farolas le roban el protagonismo a la luz de la luna, quedando ignorada allá arriba. Menospreciada y abandonada. Indefensa y solitaria. Ella, que guarda todos nuestros secretos, nos observa y nos protege, ¿cómo hemos podido olvidarla? Que nos deja contemplarla sin causarnos daño, y nosotros hemos dejado de mirarla.
Blanca, inmensa, radiante, llena, nueva. A veces creciente y otras menguante. Testigo de nuestros pasos furtivos, de nuestros solitarios caminos o nuestras desenfrenadas pasiones. Fiel aliada. Y qué más da si es Londres, Buenos Aires o México, en todos esos cielos brilla igual nuestra luna llena. Ella nunca se apaga, su luz siempre nos guarda.






miércoles, 21 de noviembre de 2012

Lo habitual, lo normal, ser ciudad.

5 de Abril de 2021.
Me desperté exhausta del sueño, aún aturdida y sin saber exactamente dónde estaba. Sólo había sido un sueño, un mal sueño.
Cinco minutos más tarde sonó la alarma, la seis menos cuarto de la mañana. Lunes, vuelta a la vida rutinaria. Tras tomar mi café de todas la mañanas y darme una rápida ducha de agua fría terminé de empaquetar las últimas cajas. El camión no llegaría hasta las doce, aún tenía tiempo de sobra de hacer los últimos recados: dejar las cajas y el equipaje en la portería, devolverle la copia de las llaves a la casera y pasar por la editorial para recoger mis pertenencias.
El Metro de Madrid a esas horas de la mañana es un auténtico agobio, esto sería algo que no iba a echar de menos. De repente el moderno tren se detuvo y la voz de una máquina sonó entrecortada por los anticuados altavoces. Había una avería, es lo que tienen las nuevas tecnologías, a veces fallan. Cuarenta minutos de espera, aproximadamente, teníamos por delante hasta que el problema fuera solucionado. Justo hoy. La gente comenzó a quejarse a la nada y a nadie. Estresados y enfadados, con malas caras, con ojeras, con prisa, siempre con prisa. Sin tiempo para respirar. Esa era una de las razones por las que quería salir de esta ciudad. Madrid tiene mil encantos, pero yo no estaba hecha para ella.
Me encontraba esa mañana, sorprendentemente, sentada, lo cual me permitía un poco más de espacio. A mi lado se encontraba un anciano sonriente, creo que era la única persona en todo el vagón que no farfullaba cosas sin sentido, y aún mantenía una expresión agradable. Intercambiamos una mirada y me sonrió mostrándome su imperfecta dentadura. El anciano curioso parecía que tenía ganas de entablar conversación. Se dispuso entonces a presentarse y a preguntarme a qué me dedicaba. Le conté brevemente que tenía dos trabajos: uno en una pequeña librería en la cual todas las tardes de viernes se realizaba un cuentacuentos para los niños pequeños. Pero por desgracias la librería había cerrado hacía un par de días debido a la escasa clientela, por lo visto la gente prefiere los grandes almacenes. También escribía artículos para una revista en una pequeña editorial, pero ni eran buenos y mucho menos bien pagados, así que había decidido dejarlo y abandonar Madrid. Esta ciudad me agobiaba. Al anciano pareció entristecerle mi marcha pues él llegó a la ciudad más o menos con mi edad. Comenzó entonces a contarme su historia, que no sé hasta qué punto se alejaba de la realidad.
Corrían los años ochenta y Madrid se encontraba en un completo cambio. La movida madrileña había inundado las calles, los bares y cafeterías, las universidades, las mentes de los jóvenes. Madrid había renacido tras haber permanecido a la sombra durante años. Ansiosos de libertad y creación la gente joven de los pueblos cercanos a la capital se adentraron en ella en busca de oportunidades.
Nicolás, con sus veintitrés años recién cumplidos, su vieja guitarra, su maravillosa voz y su espíritu de artista decidió partir de su pequeño pueblo, y dejar su negocio familiar. Se matriculó en una escuela de música y arte gracias a los ahorros que había obtenido con su trabajo en la pastelería. Su vida parecía la de un bohemio francés en aquel pequeñísimo apartamento que se hallaba en la calle de Huertas. Reconoce que sus primeros días fueron duros, y pensó en volverse a casa en más de una ocasión. La vida en la ciudad no resultaba tan fácil y maravillosa como esperaba. Cuando llegas sin prácticamente nada a una inmensa ciudad te sientes insignificante. No conocía a nadie, tan sólo intercambiaba unas cuantas palabras con algunos compañeros de la academia. No tenía trabajo, y la búsqueda de éste le estaba resultando agotadora. En uno de sus paseos al atardecer, mientras recorría la Cuesta de Moyano decidió entrar en El Retiro. Cargaba con su vieja guitarra, así que se sentó y comenzó a tocar. Cuando quiso darse cuenta había gente a su alrededor escuchándole, y al finalizar la canción varios viandantes depositaron unas cuantas pesetas a su lado. Nicolás aún estaba algo perplejo, pero acaba de encontrar la manera de sacar algo de dinero. Se convirtió en algo casi rutinario, incluso había convencido a un compañero de la academia, que tocaba el acordeón, para que lo acompañara. Pasaron los meses y habían conseguido una violinista y un pianista. Nicolás, Gerard, el del acordeón, Bárbara, la violinista, y Aguntín, el pianista. Cierto es que éste último les dificultó el normal desarrollo de sus actuaciones, pues sólo cuando tenían la furgoneta podían trasladar el pesado piano hasta el parque. Fueron unas semanas espléndidas. Algunas cafeterías les habían abierto las puertas para que interpretaran sus composiciones, las cuales eran bien recibidas por el público. Se atrevieron incluso a grabar una maqueta. La banda integraba nuevos músicos, mientras otros se marchaban, tan sólo Nicolás y Gerard permanecieron hasta la absoluta disolución de ésta.
Entre actuación y actuación pasaron casi dos años. Dos años en los cuales los músicos habían recorrido todas las calles de Madrid disfrutando de su belleza, se movían por la oscuridad de la noche en busca inspiración. Pero, como todo, las cosas cambian, y cada uno de ellos fue encontrando nuevas oportunidades en esa gigantesca ciudad. La vida del músico no es estable ni sencilla, por lo que fueron buscando una estabilidad mayor poco a poco, suponiendo la separación de la banda. Nicolás, a veces acompañado por Gerard, siguió tocando en El Retiro. Pero la gente cada vez pasaba más de largo sin hacerles mucho caso. Sin embargo aunque ya han pasado más de cuarenta años y las cosas han cambiado demasiado, Nicolás sigue caminando por El Retiro con su guitarra (la cual llevaba consigo en el metro mientras me contaba su historia).

Antes la gente no tenía prisa, se paraban a escuchar la música de las calles. Se permitían el lujo de quedarse quietos mientras sus oídos se empapaban de notas musicales. Ahora los valientes que siguen tocando por las calles, intentando dar algo de magia a una ciudad que parece dormida y gris en ocasiones, se enfrentan a aquéllos que se quejan del ruido, a los que han dejado de escuchar y sólo oyen sin prestar una mínima atención.
Nicolás era uno de esos valientes. Tal vez ésta era una de las razones por las que me daba lástima dejar Madrid. Intentaba huir de las corbatas y los zapatos, de las prisas y de las horas, del mal humor y de los días grises. Y no me daba cuenta de que huyendo de eso también me alejaba de los pocos que, entre la multitud y las caras inexpresivas, aún seguían sonriendo.
Así que me prometí a mí misma que algún día volvería.






lunes, 20 de febrero de 2012

Por vos nací y por vos muero.

Escrito está en mi alma vuestro gesto,
y cuanto yo escribir de vos deseo,
vos sola lo escribisteis, yo lo leo
tan sólo, que aun de vos de guardo en esto.

En esto estoy y estaré siempre puesto;
que aunque no cabe en mí cuando en vos veo,
de tanto bien lo que no entiendo creo,
tomando ya la fe por presupuesto.

Yo no nací sino para quereros;
mi alma os ha cortado a su medida;
por hábito del alma misma os quiero.


Cuanto tengo confieso yo deberos;
por vos nací, y por vos tengo la vida,
por vos he de morir y por vos muero.



Soneto, de Garcilaso de la Vega.